blogs.publico.es – Carlos Enrique Bayo – 3/03/2020
Ha sido un juicio histórico, en el que por vez primera se sentaba en el banquillo un juez imputado por prevaricar al ordenar la requisa de móviles y ordenadores de periodistas, en violación del derecho fundamental de la protección de las fuentes periodísticas, recogido en el Artículo 20 de la Constitución. Pero la Fiscalía, actuando ostentosamente como abogada defensora del magistrado Miquel Florit, intentó convertirlo en una causa general contra el derecho de la prensa a informar sobre el contenido de los procedimientos judiciales, puesto que nuestra legislación lo considera materia reservada en su totalidad, algo impensable para otros sistemas jurídicos democráticos –como el anglosajón– que consideran imprescindible para una justicia real la plena transparencia de las actuaciones judiciales. Sólo exceptuando los casos de amenazas terroristas, o para la seguridad nacional, directas e inminentes.
En cambio, nuestra normativa procesal penal –a veces más cercana a los usos inquisitoriales que a los del Derecho Romano– prevén, tal como lo resume el magistrado y presidente del TSJC, Jesús Mª Barrientos, que «todas las actuaciones judiciales propias de la instrucción, y hasta que sea decretada la apertura del juicio oral , en su caso, tienen el carácter de secretas y reservadas, lo que permitirá el exclusivo acceso a ellas de las partes personadas en el proceso, sin posibilidad alguna de trascender a terceros. Ahora bien, el juez puede decretar el secreto sumarial de las actuaciones, lo que supondrá que ni siquiera las partes puedan acceder a las mismas».
Una opacidad judicial española criticada internacionalmente… igual que los 49 países del Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa han reclamado en cuatro ocasiones a España que proceda a garantizar la independencia real del Poder Judicial, sin que el Gobierno haya tomado medida ninguna, en los seis años transcurridos desde su primer informe, para despolitizar el CGPJ, dominado por juristas de derechas desde su creación, en diciembre del 78.
Afortunadamente, hasta ahora ningún juez había osado saltarse la Constitución para obligarnos a los periodistas a revelar nuestras fuentes, con las que logramos –con grandes dificultades– levantar ese velo de opacidad judicial y cumplir el deber de garantizar el derecho constitucional de los ciudadanos a recibir una información veraz; también de los procedimientos judiciales en curso, puesto que ese derecho/deber no tiene limitación ninguna en la Constitución.
Sin embargo, la macro-causa sobre la mayor organización criminal mafiosa que haya padecido Baleares ha merecido, y no sólo para un juez «equivocado» –cómo admitió hasta su abogado en el juicio– sino también para la Fiscalía Anticorrupción, la adopción de medidas anticonstitucionales sin precedentes destinadas a averiguar las fuentes de los periodistas. Algo gravísimo porque, privados de la posibilidad de garantizar la confidencialidad de nuestras fuentes, nos veremos incapaces de obtener informaciones cruciales para destapar casos de corrupción y abusos de poder que sólo nos pueden proporcionar alertadores o denunciantes que a su vez corren riesgos al filtrar esos hechos. Y todo esto ocurre cuando la UE acaba de aprobar la contundente Directiva de Protección de Whistleblowers, que la Fiscalía parece empeñada en conculcar reiteradamente.
Porque, sí; el objetivo de la incautación de los móviles y ordenadores de los reporteros sí era «identificar el documento que había sido filtrado y conocer la fuente del periodista, el origen de la filtración del documento», tal como reconoció en su testimonio por vídeoconferencia ante el Tribunal Superior de Justicia de Baleares (TSJC) el propio fiscal jefe Anticorrupción, Alejandro Luzón. Y, para justificar esa violación de derechos fundamentales, aseveró: «Valoramos la excepcionalidad de la medida y autoricé el informe favorable a la medida», ante la «gravedad excepcional del delito que se investigaba». Sin que explicase a qué se debía esa supuesta «gravedad».
En cualquier caso, ¿por qué no consideró también de «gravedad» que el fiscal Tomás Herranz, en una causa en la que no se había declarado expresamente el secreto, filtrase a la Cadena SER, tres meses antes de que fuera notificado a las partes, el informe que él mismo emitió en relación a la pertinencia de la exposición razonada contra el juez y el fiscal del caso Cursach? Ese hecho fue denunciado y la propia Fiscalía estimó que no era delito y que tampoco merecía ni siquiera una sanción disciplinaria.
Digo «supuesta» gravedad porque tanto los tres fiscales que hablaron en el juicio como defensores del juez Florit, como el verdadero abogado –por cierto, el exfiscal Zaforteza– del acusado, insistieron en afirmar una y otra vez que se estaba investigando una presunta «revelación de secretos». Aunque todos ellos tienen que saber que sólo se incurre en ese delito cuando lo filtrado ha sido previamente decretado secreto sumarial por el juez, cosa que no había ocurrido, como tampoco ignoraban los que hasta la última frase de la vista oral repitieron esa falsedad.
Que no lo ignoraban quedó patente cuando el abogado del periodista Kiko Mestre (del Diario de Mallorca) interpeló al fiscal Juan Carrau –quien instó a Florit a tomar tan drástica medida como intervenir los móviles e incautarse de las herramientas digitales de trabajo de Mestre y de Blanca Pou (de Europa Press)–, recordándole que la filtración fue previa a la fecha en la que el juez Florit decretó (12 días después) el carácter secreto del informe filtrado. Tal como, además, reconoce el informe de la propia Fiscalía Anticorrupción oponiéndose al recurso del juez y el fiscal que investigaron la mafia policial en Baleares, hecho que Público desveló en exclusiva hace casi tres meses:
Ante ese hecho irrefutable, Carrau esgrimió una argumentación capciosa: «La necesidad del secreto de ese informe quedó patente por cuanto el juez lo decreto en cuanto lo leyó… además de que antes de esa fecha tampoco era público». Y lo hizo vistiendo la toga oficial de fiscal –pese a no estar actuando como tal en ese juicio, sino declarando como testigo– y luciendo sus puñetas sentado en el banco de la defensa, junto al abogado de Florit, como si participase de su equipo letrado. Bueno, en realidad fue lo que hizo… y fue protestado por los abogados de los periodistas pero permitido por los miembros del tribunal. Y todo ello pese a que durante un tiempo el propio Carrau estuvo investigado en esta misma causa (por presunta inducción a la prevaricación), ya que fue él quien incitó a Florit a dictar la resolución prevaricadora… y el auténtico abogado del juez, Zaforteza, subrayó en su alegato final que su defendido se había limitado a «hacer lo que el fiscal y los policías le pidieron que hiciera». Un criterio judicial impecable, al parecer de esos letrados.
Pero lo más importante es que Carrau fue el primero con el que nos topamos con la ¿nueva? premisa de la Fiscalía contra la libertad de información –uno de los pilares de cualquier democracia– de la que hablábamos al principio de este artículo: como todas las actuaciones durante la instrucción judicial son reservadas, salvo para las partes, filtrarlas y publicarlas resulta ser delictivo (ya veremos más adelante que es a ese punto a dónde quería llegar la Fiscalía). Pero Carrau omitía a sabiendas que, en ese caso, no se trataría en absoluto de un delito de «revelación de secretos», sino de una infracción que acarrearía una mera «corrección disciplinaria» si la filtración fuese debida a abogados o procuradores, o si fuera cometida por autoridad o funcionario público, a «pena de multa de doce a dieciocho meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años» (Artículo 417 (1) del Código Penal).
¿Era ése el «gravísimo delito» de «carácter excepcional» que merecía violar los derechos fundamentales de periodistas, a los que ni se les imputaba ni investigaba en la causa? Siempre recordando, además, que en realidad el derecho fundamental que se viola no es el de los reporteros que cumplen su deber constitucional, sino el de los ciudadanos que deben recibir información veraz en toda democracia.
¿Cómo podían tan eminentes juristas «ponderar» al mismo nivel la necesidad de perseguir un delito penal (o mera infracción administrativa, según quién lo cometa) con el deber de proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos establecidos en la Constitución? ¿No se les ocurrió que imponer (mediante auto judicial ejecutado por agentes policiales en sedes de medios de comunicación) esa intromisión en el ejercicio de la libertad de prensa sentaría un precedente terriblemente antidemocrático para toda la sociedad?
Pues no. Una y otra vez, fiscales/defensores de Florit reiteraron que el juez dictó tan inusitada resolución de quebrantamiento de derechos fundamentales ante la supuesta «gravedad excepcional» del delito que se perseguía. El mismo Florit alegó en su declaración como imputado que tenía «el deber de perseguir ese delito gravísimo», al tiempo que admitió que «en cierto sentido» lo que pretendía era vulnerar el secreto de las fuentes periodísticas porque «quería descubrir al autor de la filtración». Ojalá hubiera puesto el mismo empeño y dedicación en cerrar la instrucción de la causa sobre la mayor trama policial mafiosa que se haya conocido en España y que quedó pendiente hasta que pidió la baja y fue sustituido.
«Antes de acordar el registro valoré que podían quedar al descubierto fuentes de los periodistas y estimé que no comprometía el derecho al secreto profesional de los informadores», adujo literalmente el juez, cometiendo un oxímoron de manual: ¿cómo puede entenderse que poner al descubierto las fuentes protegidas no compromete el derecho al secreto de esas fuentes? Si ésa es la lógica que aplicaba a toda su instrucción…
Más aún, Florit aseguró que había «sopesado» el conflicto entre el derecho al secreto profesional periodístico y la obligación de perseguir un delito. Sin embargo, en sus lacónicos autos (cuatro) de dos páginas cada uno ordenando la intervención e incautación de los dispositivos de los periodistas no aportó motivación ninguna para vulnerar ese secreto profesional, al que ni siquiera se refirió por escrito. Algo que su abogado calificó arteramente de «equivocación»: un error es equivocarse en un nombre, fecha u otro dato, pero no motivar la violación de un derecho constitucional es muchísimo más que una mera equivocación.
Además, como bien señaló el abogado de Mestre, Nicolás González-Cuéllar, jurídicamente sólo tiene valor y reconocimiento lo que figura en el auto del juez, y para nada se pueden valorar como pruebas –por parte del tribunal juzgador– las supuestas ponderaciones o consideraciones del magistrado si no las plasmó de ninguna manera en las resoluciones que dictó por escrito. ¿Cómo que «una equivocación»?
Igualmente, no fue más que una (prolongada) pérdida de tiempo la porfía con la que fiscales/abogados trataron de demostrar que la incautación de los móviles y ordenadores no se consumó con el examen de su contenido, porque no llegó a ejecutarse en sede policial. Y no sólo porque los policías que se personaron en la delegación de Europa Press sí abrieron y examinaron tanto el móvil como el ordenador de Blanca Pou –y lo hicieron delante de ella– sino, sobre todo, porque el delito de prevaricación lo comete «el juez o magistrado que, a sabiendas, dictare resolución o sentencia injusta» (Artículo 446 del Código Penal). Por tanto, el delito ya ha sido cometido en cuanto se ha dictado dicha resolución, independientemente de las consecuencias que luego tenga, tanto si se cumple como si no.
¿Acaso no sabían ese principio básico tantos fiscales de primer nivel? Porque no sólo estaban allí amparando a Florit el fiscal jefe Anticorrupción y su directo subordinado en Palma, sino también el Fiscal Superior de Baleares desde hace casi veinte años, Bartomeu Barceló, quien dio un espectáculo penoso. Y no únicamente por empecinarse en sostener lo indefendible, sino también por las obvias carencias de sus razonamientos y sus atropellados balbuceos, en los que confundió hechos y personas –como cuando se obstinó en preguntar a Pou (repito, de Europa Press) sobre lo que hizo el delegado de la agencia EFE–, mientras se veía incapaz de encontrar entre sus legajos los documentos probatorios a los que él mismo se refería.
Barceló demostró con su mediocridad –que todavía lucía más ante la brillantez de algunos de los letrados presentes– que no ha participado en casi ningún juicio, aunque sí en muchas recepciones y banquetes, desde hace dos décadas. Pero mucho más grave fue su porfía en desautorizar la labor periodística de los que informamos sobre tribunales, apoyándose para ello en el Código Deontológico de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). Para lo que, además, aportó una copia de la versión de 2003, cuando la última actualización de ese código se aprobó en la Asamblea Ordinaria de Mérida, el 22 de abril de 2017.
Pues bien, el ilustrísimo fiscal superior de las Illes Baleares (cuyo curriculum vitae oficial ocupa cinco líneas) se desvivió por convencer a la Sala de lo Civil y lo Penal del TSJB de que los periodistas que informamos sobre las actuaciones judiciales estamos violando nuestro propio código deontológico, acogiéndose al punto 2 del Capítulo III (Principios de Actuación), que reza: «En el desempeño de sus obligaciones profesionales, el periodista deberá utilizar métodos dignos para obtener la información, lo que excluye los procedimientos ilícitos».
Ergo, si obtenemos filtraciones sobre diligencias, autos o resoluciones judiciales y las publicamos, estamos cometiendo un acto ilícito y quedamos invalidados para acogernos al derecho constitucional a una información veraz. Argumento que le echó una y otra vez en cara a Mestre, quien además se vio obligado a acogerse repetidamente al secreto profesional en vista del inquisitorial interrogatorio del fiscal superior. El periodista incluso tuvo que repetir varias veces –como si se lo estuviese explicando a un niño de primaria– que si había entregado su móvil a tres policías armados y portadores de una orden judicial sin presentar resistencia no quería decir que lo hubiese hecho «voluntariamente».
Al final, Mestre tuvo que admitir ante la presión del fiscal superior: «Podía haberme tirado al suelo, pero no lo hice».
¿Quedó así satisfecho Bartomeu Barceló de que había ganado el intercambio dialéctico?
Aunque lo que de verdad asusta de toda este vergonzoso despliegue fiscal contra el periodismo de tribunales es pensar si, a partir de ahora, la Fiscalía General del Estado va a considerarnos delincuentes perseguibles –y nuestros medios de trabajo incautables– por informar sobre las causas judiciales en curso.
Por defender a un juez claramente inoperante y presuntamente prevaricador, la Fiscalía y la Judicatura están lanzándose al vacío de la negación del derecho democrático más básico: la libertad de expresión y de prensa. ¿Será por el tremendo poder que sigue teniendo Cursach?